Nadie quiere lo que no conoce. Es una muy conocida sentencia, que expresa el enraizamiento de la voluntad y, por tanto, de la libertad, en el conocimiento. De allí la importancia de una recta formación con miras a decisiones y acciones convenientes.
Lo anterior no significa que el tener ideas implique necesariamente el desencadenamiento de opciones y actividades correspondientes, pero si se carece de aquellas nada se puede esperar en el ámbito de lo concreto operativo. De allí la importancia de una buena formación o, mejor, educación.
En una pequeña publicación escrita por mí a modo de curso introductorio sintético de Doctrina Social de la Iglesia –publicación del Consejo Nacional de Laicos– incluyo en anexos la Declaración universal de los derechos humanos, el Preámbulo y Principios fundamentales de nuestra Constitución (CRBV), así como algunos números del documento La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad, producido por el Concilio Plenario de Venezuela. Lo hice porque, especialmente a los dos primeros, se los menciona mucho, pero suelen ser ilustres desconocidos.
Todo el mundo habla de los derechos humanos, mas sería interesante saber cuántos son los que los conocen de verdad. Los dos últimos presidentes que hemos tenido en el país solían agitar en sus intervenciones públicas el librito de la Constitución, sin preocuparse, sin embargo, de que los ciudadanos lo leyesen, y, peor aún, procurando que no fuesen leídos por los peligros que implicaba una ilustración de la gente en la materia. Bolívar llegó a decir: “Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”.
El desconocimiento de los derechos hace que se viva como a la intemperie en la polisy que se consideren como dádivas del gobernante las que son pura y simplemente obligaciones de este. A título de ejemplo cito aquí dos artículos de la Constitución, abierta y sistemáticamente violados por el régimen: “El Estado garantizará una justicia gratuita, accesible, imparcial, idónea, transparente, autónoma, independiente, responsable, equitativa y expedita, sin dilaciones indebidas, sin formalismos o reposiciones inútiles” (Art. 26). “Toda persona tiene derecho a expresar libremente sus pensamientos, sus ideas y opiniones de viva voz, por escrito o mediante cualquier otra forma de expresión y de hacer uso para ello de cualquier medio de comunicación y difusión, sin que pueda establecerse censura”. Y de la Declaración universal baste citar un artículo de particular actualidad: “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar; y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios” (Art. 25, 1).
Ahora bien, a propósito de derechos es indispensable agregar que la otra cara de los mismos son los deberes. El Decálogo en el Antiguo Testamento y el Sermón de la Montaña en el Nuevo son tablas de obligaciones orientadas hacia el perfeccionamiento personal y social. El texto evangélico de Mateo 25, 31-46, que me gusta citar a menudo, habla del Juicio Final, en el cual la salvación se otorgará a los seres humanos por su iniciativa en el ejercicio activo de la solidaridad, mientras que la condenación se recibirá por la indiferencia e inacción en ese mismo campo de amor misericordioso.
La recuperación del país dependerá ciertamente de la acertada estructuración del tejido económico y político, pero, sobre todo de un sano funcionamiento de la dimensión ético-cultural. De allí lo indispensable de la correspondiente formación en materia de calidad moral y espiritual de la vida, de una educación que será realmente liberadora en la medida de su fidelidad a los que entrañan la dignidad de la persona y sus derechos y deberes humanos fundamentales. Aquí se aplica lo que dice el Señor Jesús: “La verdad los hará libres” (Jn 8, 32).
El conocimiento de la verdad no solo informa, sino que también libera, eleva, dignifica. No así la falsedad, la mentira, el engaño, el neolenguaje encubridor.